Por Verónica C.
Como ya habrán leído en un
post anterior, mis viajes son
low budget (de
bajo presupuesto, en buen romance). No soy lo que se dice una mochilera pero en todos los viajes que se comparten en este blog hubo clase turista, hostels,
ahorro y
mucho esfuerzo para hacerlos.
Pero justamente porque no soy una mochilera y porque una va creciendo (en edad, no en maduración) es que a veces una no tiene ganas de compartir una habitación con 11 personas más, caminar cargada con una mochila, viajar en un autobús con gallinas, y esas cosas que suelen pasar. Y éste era el caso para mi último viaje.
¿El lujo es vulgaridad?
Estaba cansada, había tenido un año intenso y cuando llegara a casa debía seguir al máximo. Así que busqué un lindo hotel, donde me consintieran todo lo que se pudiera.
El destino:
Cafayate, en
Salta,
Argentina. Un lugar
famoso por sus vinos y la
inigualable belleza de las montañas que lo enmarcan, que lo protegen celosamente. Así que la primera gran decisión fue elegir un hotel en el medio de las montañas, no en la ciudad, donde tendría toda la infraestructura que necesitaba (restaurantes, cajeros automáticos, kioscos, taxis), pero no sabía cuánto iba a poder ver las montañas.
La llegada
Llegué a
Cafayate de noche, tipo 10. Tomé un taxi y en 5 minutos (literal, quizás menos) estuve en la puerta del hotel. Al llegar, el despliegue: gente que te abre la puerta del taxi, gente que toma tu valija, gente que te espera al pie de las escalinatas y te llama por tu nombre... No estoy acostumbrada a tanto, así que estaba un poco confundida y sentía que me hablaban todos juntos. Pero me dejé llevar. Me dejé mimar, digamos.
Apenas pisé el lobby me ofrecieron una copa de vino local, que rechacé porque no tomo vino, así que me ofrecieron una botella de agua de la que tomé dos sorbos porque mi checkin estuvo listo en segundos. Dos personas del hotel me acompañaron por los pasillos mullidamente alfombrados y se las arreglaron para explicarme lo mínimo que necesitaba y desaparecer para dar paso a mi privacidad. Amo ese exquisito manejo de los tiempos que hacen los verdaderos entendidos en hotelería y demás servicios al turista...
Mi ritual secreto
Apenas se fueron empezó mi ritual. Cuando me hospedo en hoteles buenos (lo que no es muy seguido), no hay cosa que me divierta más que aquellos primeros minutos sola en la habitación. Soy como un niño en un parque de diversiones. Miro si dejaron algo de cortesía para comer o tomar, pruebo lo mullido de la cama y las almohadas, la suavidad de las sábanas, qué hay en el frigobar (obbbbbvio!), si las toallas son suaves, si hay bata, cómo son las amenities (el shampoo, el jabón...). Pavadas, pero me encanta. ¡Levante la mano el que no hace esto, por dios!
Comer, placer de los dioses
Una de las ventajas del hotel que elegí es que tenía un
restaurant gourmet, así que no necesitaba ir al pueblo todos los días para comer. ¡Estaba tan cansada que ni eso quería! Aunque como el dinero no me sobra, pensé que podía resultarme caro comer ahí y estaba un poco preocupada. Pensé:
¿para qué te hacés la millonaria? ¿Para después terminar metiendo comida de contrabando porque no te da la billetera para comer en el restaurant? Jaja, estaba preocupada en serio. Pero la sorpresa fue gratísima: no sólo se comía genial, sino que además los precios eran super razonables para tremendo servicio y calidad de los alimentos.
Así que tuve unos días a
puro placer,
malcriando a mi paladar: salmón, cabrito (vegetarianos, sepan disculpar), empanadas salteñas, panes caseros saborizados... Nuevamente, en el restaurant me sentía como un niño en un pelotero: creo que no iba porque tuviera hambre, sino para ver qué había ese día. Antes de que llegara el plato principal siempre traían uno o dos pasos previos con algo rico para comer: una croute con mayonesas o patés caseros, alguna entrada muy gourmet... Todo delicioso. Para rematar, el chef siempre pasaba por tu mesa para preguntarte cómo había estado todo, cómo la estabas pasando en
Cafayate, qué planes tenías para los próximos días... Divino.
Dormir como una reina
Nada más lindo en vacaciones que cansarse bien durante el día para disfrutar mejor esa cama espléndida cuando nos hospedamos en un lindo hotel (también he dormido en lugares terribles, extrañando horrores mi humilde camita).
En el caso del
hotel boutique que elegí, las noches no podían ser mejores: el silencio de la montaña que invita al descanso, el exquisito perfume de la lavanda natural entre las almohadas (extraídas de los campos del hotel), y la suavidad de la blanquería acariciándome la piel. Creo que el hotel es tan considerado que hasta se fijó en que haya algo de qué quejarse: la cama es tan grande que la mesa de noche queda muy lejos. Unos genios.
Así que dormí como debe dormir la realeza: rodeada de almohadas de diferentes densidades, enredada en sábanas blancas de percal y perdida en una cama inmensa.
Amanecer, otro lujo diario
El despertar también era un
lujo: las habitaciones estaban catalogadas como Amanecer o Atardecer, según el espectáculo natural que se pudiera apreciar mejor desde sus amplios ventanales. Mi cuarto estaba del lado Amanecer y con vista a los viñedos, así que recibir el nuevo día era fácil.
Es increíble lo que me cuesta levantarme temprano en mi ciudad pero cómo me gusta madrugar en vacaciones. Es que si sabés que te espera un
desayuno delicioso (copa de champagne incluida) y un día sin apuros, en
contacto con la naturaleza, es fácil levantarse.
Igualmente, creo que lo que más invitaba a dejar la cama era ese baño amplísimo, donde el piso de cerámicos no era frío (aún en pleno otoño; esta gente pensó en todo) y donde la
bañera para dos personas tenía
vista a los viñedos. Así que mi plan era siempre el mismo: por la mañana, espectacular ducha a la luz del sol, y por la noche, baño de inmersión (sin derrochar agua. Culpa, culpa, culpa) mirando las estrellas.
Después de la ducha matinal, me entregaba el
suculento desayuno sin apuros, disfrutando los jugos de frutas naturales (hasta creo que sentía el
sabor del suelo cafayateño en cada trocito de pulpa) y la pastelería francesa que me transportaba a París sin necesidad de pasaporte. El viaje a la Ciudad Luz que me permitía cada pain au chocolat sólo era interrumpido por algún adorable acento salteño que me preguntaba si necesitaba algo más. Nada, el que necesita algo más en esta situación es un infeliz, pensaba...
La montaña, toda mía
El motivo de elegir este
hotel y no otro no era solamente disfrutar de un
hotel de lujo unos días sino, sobre todo, estar en
contacto con la naturaleza. Y fue una misión cumplida, ya que de principio a fin del día estaba leyendo al calorcito del sol de otoño, o recorriendo la propiedad en carrito de golf o caballo, buscando aves o zorros para fotografiar.
Conectar con los sentidos
Finalmente hubo que volver. No me pude quedar a vivir en el hotel, como me hubiera gustado. Pero la conexión con la montaña, y sobre todo con mis
cinco sentidos, fue reparadora.
Mis
ojos no podían registrar tanta belleza junta, tanta amplitud de campo, tantos matices de
colores que propone el
Norte Argentino, así que le confié un poco de esa tarea a mi cámara. Quienes hemos vivido toda nuestra vida en una ciudad debemos de vez en cuando hacer silencio y
escuchar el viento, o los
sonidos de aquellas aves que desconocemos. Pero creo que en este viaje los sentidos más beneficiados fueron el
olfato, el
tacto y el
gusto.
A decir verdad, el
gusto no se puede quejar, lo malcrío todo el año (jajaja). Pero el pobre
olfato no siempre está feliz de vivir en una ciudad, así que lo llevé a los
Valles Calchaquíes para que se empache de las diferentes hierbas aromáticas del camino (jugando a identificar cada una en el plato del almuerzo o la cena), de la lavanda salvaje, de los
olores amaderados, del carbón ardiendo para la próxima comida...
El
tacto, el gran olvidado de los sentidos (confiamos mucho a nuestros ojos, muchas veces), también tuvo su festín: desde la lluvia perfecta de la ducha, hasta la caricia aterciopelada de las sábanas, no sin olvidar la sedosidad de las amenities, que dejaban el cabello suave y la piel con el nivel justo de hidratación y oleosidad.
Como podrán imaginar, luego de unos días de disfrutar los
placeres de la vida, recomiendo ampliamente hospedarse en un
hotel de lujo. No por ostentación, no por frivolidad. Simplemente porque existen y, como todo en la vida, hay que probarlos.