mayo 01, 2014

New York: la ciudad que te abofetea

Verónica C.

Yo era de las que no se morían por conocer Nueva York. Pero la posibilidad asomó a mi puerta y decidí darle una chance. Mientras volaba hacia la ciudad que nunca duerme, pensaba: más te vale que estés buena, porque me cuesta mucho dinero venir a conocerte…
La llegada al aeropuerto J. F. Kennedy no es glamorosa, como yo esperaba. Desde el avión ves una costa pobretona, zonas fabriles, casas que rozan con un rancho... Yo esperaba sobrevolar la Estatua de la Libertad y los rascacielos, ¡qué decepción! Después me enteré de que eso lo ves si llegás por el aeropuerto de Newark, ese que yo discriminé por no tener (no lo comprobé) tan buenas conexiones con Manhattan en transporte público.
Pero a pesar de esa primera y efímera impresión, la ciudad se encarga de darte una soberbia bofetada y de dejarte atónito instantes después de tu llegada. Así que ahora soy de las que recomiendan fervientemente conocer Nueva York, jajaja. Te voy a contar por qué.

New York y su personalidad

New York y su personalidadSi bien me gustan mucho más los viajes a la naturaleza, lo que disfruto de ir a las ciudades es descubrir su personalidad. Como si fueran personas, hay que tomarse un tiempo para conocerlas sin prejuzgar y, luego de eso, podés amarlas, odiarlas, o serles totalmente indiferente.
Mi prejuicio consistía en que Nueva York era altanera, snob, tonta... medio Paris Hilton. Pero me parece que había hablado con un único tipo de viajero. Con lo que me encontré fue con una ciudad impactante pero cercana, sorpresiva, bella, inteligente, irónica, y llena de cultura.
Así que si tuviera que darte alguna recomendación a vos (o a mí misma) es que experimentes el mundo (sea un viaje o conocer al vecino) por vos mismo, y no por la descripción de nadie. Mucho menos por este post, claro.

La ciudad déjà vu

New York es un déjà vu permanente. Es sentir a cada paso que ya conocés ese lugar, aunque no hayas estado nunca ¿Tan fuerte es la penetración cultural?
La ciudad déjà vu
Todavía recuerdo la confusión que sentí cuando, llegando a mi hostel cerca del Harlem, ví unas casas muy lindas, iguales a las de las películas. Tenía la extraña sensación de haber estado ahí antes. Pero no, no estuve nunca. Chequeé mi pasaporte, está confirmado: ¡es la primera vez que ingreso a Estados Unidos! ¿Pero entonces por qué tengo esta sensación? No lo sé. Me pasó mil veces durante el viaje. En vez de avanzar sorprendiéndome a cada paso con algo nuevo, la sensación era que iba "redescubriendo" un lugar que ya había visitado o soñado. Muy loco.

NYC y Buenos Aires, no tan diferentes

Otra sensación maravillosa fue conocer Wall Street (sí, puede que sea lo menos relevante para la mayoría de los turistas). Estaba ansiosa por verla vacía, un domingo a la mañana. Me la imaginaba gris, metálica, ideal para las fotos. No era taaaaan así pero no me decepcionó.
Wall StreetDe todas maneras lo más sorprendente fue que resultó mucho más parecida a la city porteña de lo que me hubiera imaginado jamás. Quitando el Trump Building que es altísimo, Wall Street me resultaba bastante parecida a la zona de Reconquista y Corrientes en Buenos Aires.
Habrá quienes dirán que tengo una imaginación muy amplia, pero los andamios en las fachadas de los edificios en refacción, las calles estrechas, vacías el domingo pero esperando a convertirse en un hormiguero el lunes, tenían un clima muy similar a la zona de negocios de mi ciudad.

¿Qué tiene el famoso Central Park?

Me daba bastante curiosidad ver qué tenía el Central Park para que locales y extranjeros estuvieran tan locos por él. Así que dediqué un día a recorrerlo. No había otra cosa en la agenda. Hoy: Central Park. Y veamos quién gana, él o yo.
Así que fui hasta el Museo Guggenheim, crucé la calle, y me adentré en el parque no sin antes comprarme un pretzel caliente en un puesto callejero. ¡Creo que lo comí con los guantes puestos, del frío que hacía! Por eso no hay fotos del humeante pretzel relleno con vaya uno a saber qué. No me lo cuestioné. Estaba bueno y necesitaba calorías. Es como de masa de pizza y entre el relleno me pareció ver morrón colorado. Suficiente información para mí. Entremos al parque nomás.
Central Park
Adentrarse en Central Park implica olvidarse de que uno está en una ciudad. Primera sorpresa. Estoy quizás a 100 metros de la Quinta Avenida y no se escucha nada. Además, quienes están en el parque a media mañana de un día de semana no están estresados: gente haciendo deporte, paseando mascotas...
Segunda sorpresa: está lleno de ardillas. Para quienes somos del hemisferio sur, ver ardillas es mágico. Bah, no sé, habrá gente que las odiará. Yo podría pasarme el día mirándolas. Son escurridizas, así que tratar de ver una es divertido.
Tercera sorpresa: voy caminando por un lugar del parque donde estoy completamente sola. No hay nadie más que las ardillas y los pájaros en los árboles. Me dirijo a uno de los tantos puentes que tiene el parque, para cruzarlo por debajo. A medida que me voy acercando escucho el Ave María. Empiezo a acelerar el paso hacia el sonido, medio desorientada. No sé si el sonido está viniendo desde el puente o desde otro lado. No sé si dejarme llevar por los ojos o por el oído. Por suerte ambos me llevan al mismo lugar, justo cuando está terminando el Ave María, una canción que me encanta. Debajo del puente había un chico joven (20 y tantos años), con pinta de futuro actor de Broadway, aprovechando la acústica maravillosa de ese lugar que proyectaba su voz cristalina a más de 100 metros de ahí. Soy bastante tímida, me daba cosa decirle algo. Pero la verdad es que sonaba demasiado bien y me había regalado, sin saberlo, un momento mágico. ¿Cómo no agradecérselo de alguna manera? Me imaginé que si se animaba a cantar ahí, debía ser artista. Así que pensé que un "Brávou!" sería lo mejor que le podría decir. Sonrió, sorprendido y agradecido.
Yo seguí mi camino hacia la próxima sorpresa: una visita guiada gratuita por el parque. No sabía que existían pero me sumé y allí descubrí que en realidad el Central Park tiene poco de natural, es todo un proyecto de paisajismo. Y lo más loco: es el primer trabajo del paisajista que lo diseñó. Ya estoy empezando a querer este parque...
Sigo recorriéndolo y a cada instante me encuentro con una postal divina: un banco de madera solitario en el medio de una alfombra de hojas secas que pareciera que hace días que nadie pisa, unos puentes hermosos (alguno me suena conocido de alguna película de Woody Allen), un puesto de café justo cuando ya me estoy muriendo de frío otra vez, el homenaje a John Lennon (Strawberry Fields Memorial), y así...

- Veredicto: el Central Park me ganó por goleada.
- Nota mental: volver para un picnic un domingo junto a los neoyorkinos, cuando haga calorcito.


No alcanzan los ojos

Más allá de que la ciudad te cautive o no, algo en lo que creo que todos podemos coincidir es en que no alcanzan los ojos para ver todo lo que hay. Porque tenés los cientos de íconos que el cine te mostró mil veces (la Estatua de la Libertad, el edificio Chrysler, el Puente de Brooklyn, etc.), más aquellas pequeñas cosas que te gustan sólo por estar en una ciudad extraña (la señalética. ¿Quién no le sacó una foto a los cartelitos de “One Way”?), más todo lo nuevo que no viste ni leíste en ningún lado (incluso si estuviste hace poco).
Para mí, la experiencia más abrumadora en este sentido fue bajar del avión, dejar las cosas en el hostel e ir a Times Square. Creo que ahí fue cuando la ciudad me dio su primera bofetada y me sacó de esa actitud “¿a ver qué tenés para mí, Nueva York?” que llevaba.
New York desde Top of the RockLlegar a Times Square de noche es agobiante, de alguna manera. Recuerdo que me sentía una campesina. Quería mirar a la gente, a los carteles de led enceguecedores, ver qué obras estaban en Broadway, mirar esa esquina icónica, y todo sin caer en alguna alcantarilla abierta (por suerte no las hay) o ser atropellada por no mirar el semáforo (mucho más probable).
Más allá de esta sensación abrumadora, recomiendo ampliamente ver Times Square por primera vez de noche. De día no tiene tanta gracia.

Ni hablar de subir al Top of the Rock (Rockefeller Center). Hacete un favor: subí al atardecer o una vez que ya es completamente de noche y después de haber recorrido la ciudad por varios días. No vas a poder creer la cantidad de luces que hay en esa ciudad y, cuando lo ponés un poquito en perspectiva, no vas a poder creer la altura de esos edificios (incluido en el que estás vos). Los angloparlantes tienen una muy buena palabra para describir esta experiencia: breathtaking (que te quita el aliento).

New York, clásica y moderna

Como las personas bellas, New York resiste el paso del tiempo con más que dignidad. Lo hace con garbo.
Es como cuando ves una foto de alguien agraciado físicamente. No importa si la foto es de hace 1 año, 10 o 100, se ve linda igual. Bueno, Nueva York es así.
En los años 30s, 40s, 50s, 60s era glamorosa, elegante. En los 70s, 80s, 90s, era cool. Y lo sigue siendo. Es una ciudad que tiene su belleza clásica intacta y lleva con buen gusto la modernidad. Nunca hubiera imaginado que había buena arquitectura para ver; en mi ignorancia pensaba que todo eran rascacielos, no sé.
New York resiste una foto color y una blanco y negro. Ahora, hace 50 años, o en los próximos 50.

De la indiferencia al amor hay un solo paso

Y así fue como, de ignorarla totalmente pasé a amarla. Así es Nueva York. Te atrapa aunque te resistas, como yo. Y, como las personas, no es perfecta.
En mi opinión, es una ciudad para visitar varias veces. La primera vez podés visitar todos los clichés: Central Park, Times Square, el Puente de Brooklyn, la Estatua de la Libertad, Broadway, Wall Street, los museos, hacer shopping, etcétera, etcétera y más etcéteras. La ciudad es grande y tiene miles de cosas para ver.
Pero en tu segunda visita ya podés dedicarte a caminar más, a ir a los bristós y bakeries, ver qué hacen los fines de semana los neoyorkinos, etc. Es decir, mezclarte más con los locales e indagar en las cosas que a vos te gusten: comida, cultura popular, arquitectura, artes escénicas, lo que sea. Seguro que Nueva York lo tiene.

abril 05, 2014

Oaxaca, corazón (y estómago) de México

Oaxaca de Suárez Centro Histórico
Por Verónica C.

Oaxaca (léase "Oajaca") podría ser no sólo la capital gastronómica -como muchos afirman- sino también la capital cultural de México. Quienes viven en el D.F. los lunes cuentan qué comida oaxaqueña comieron el fin de semana en un nuevo restaurant, puesto callejero, o en su propia casa a manos de alguna buena cocinera. Oaxaca es, a los mexicanos, lo que son Salta (con sus humitas y tamales), Tucumán (con sus empanadas), o Mendoza (con sus vinos) a los argentinos. Allí se originan muchas costumbres y comidas que ya son de todos los mexicanos, y que los representan en el mundo entero. Por si queda alguna duda de la importancia culinaria de la ciudad, hasta tiene un queso nombrado en su honor, que se come en todo el país.

Cuando decidí viajar a Oaxaca mi amiga Susana me dio una lista (¡una lista!) de todo lo que tenía que tomar y comer para hacer la experiencia completa. Lista en la que colaboraron varios amigos mexicanos. Cada uno agregaba su “imperdible”, mientras yo me preocupaba por cómo comer todo eso en tan sólo dos días.

Era viernes. Terminé de trabajar y salí corriendo al aeropuerto. El tráfico del D.F. es conocido por su imprevisibilidad y no quería perder el vuelo. Llegué a la ciudad de Oaxaca de Suárez, capital del estado, por la noche. Recorrí un poco las hermosas calles del centro, llenas de turistas y edificios coloniales y barrocos, que resisten los movimientos constantes de una de las ciudades más sísmicas del país.
Me perdí viendo grupos de gente por aquí y por allá, ensayando para un desfile público. Es que llegué en plena Guelaguezta, la fiesta popular más importante del estado, dedicada a Centéotl, diosa del elote (maíz). En la actualidad La Guelaguetza se convirtió en un espectáculo de música y baile que se realiza en un anfiteatro al aire libre y se televisa, al mejor estilo de los festivales argentinos de Cosquín o Jesús María.

Mesa mexicanaPapel picadoMi estomago se encargó de recordarme la lista y devolverme al Centro Histórico. Entré en un restaurant y me sorprendí gratamente con una explosión de color ¡Estaba en México! Al menos ese restaurant cumplía con lo que en mi cabeza México debía ser: el techo estaba plagado de los típicos banderines de papel troquelados y multicolores a los que los mexicanos llaman “papel picado”, las mesas tenían banderas coloridas y los manteles verdes aludían inevitablemente a la bandera nacional.

Sopes y tamales
Ordené lo que me pareció más tradicional, olvidando que lo más tradicional en las mesas mexicanas es la abundancia. El menú estaba compuesto por tres pasos pero a mí me parecían treinta. Con curiosidad (y esfuerzo), probé la sopa, los sopesitos y los tamales con mole. Todo rico. Todo picante. Para apagar el fuego me valí de los totopos (que los argentinos llamamos, erróneamente, nachos) y de la refrescante agua de piña. Me sentí vencida por la comida. Probé todo pero no terminé nada. Destrocé los tamales envueltos en hojas de plátano porque no supe cómo comerlos (la explicación del mesero llegó un poco tarde).

Chocolate caliente y pan de yemaA la mañana siguiente lo que menos me preocupó fue recuperarme del atracón nocturno. La lista seguía ahí, mirándome fijo, y recordándome que me quedaban menos de 48 horas para completarla. Así que salí a la calle enfrentando el frescor matinal de verano y me dejé llevar de las narices por el aroma a chocolate de las calles cercanas al Mercado 20 de Noviembre. Las chocolaterías todavía no estaban abiertas pero dejaban escapar su perfume exquisito.
No encontraba ningún lugar abierto para desayunar cuando pasé por la puerta de un sencillo hotel. Salía un hipnotizante olor a chocolate caliente, como si el mismísimo Moctezuma lo estuviera revolviendo. Pensé que con ese lugar no podía equivocarme y, aunque mis ojos no se sentían tentados, mi olfato me decía que no lo dudara.
Al sentarme, me preguntaron si quería mi chocolate con agua o con leche. Respondí "con leche, por favor". Mientras esperaba inspeccioné el lugar detalladamente hasta que frente a mí ví el nombre: Chocolate Posada. Listo, nada podía fallar. Y así fue.
El chocolate llegó en una taza generosa, de boca ancha y, si uno hacía el suficiente silencio, podía escuchar las burbujas explotando, como cuando uno exagera con el jabón y el agua no llega a llevarse todo de la pileta. El xocolatl había venido espumoso, tentador, como aquellos cafés con leche que ya cuesta conseguir en Buenos Aires. A su lado, un pan de yema completaba el austero cuadro. Me gustan los desayunos más opíparos, pero me dejé sorprender y taché dos ítems más de mi lista cruel.
El pan de yema tiene una textura parecida al pan dulce que comemos los argentinos para navidad, aunque es un poco más esponjoso y también, para mi gusto, más rico, más "avainillado", si es que existe esa palabra. Para ser breve, odio el pan dulce pero el pan de yema me gustó.
Mientras disfrutaba del calor que me aportaba ese chocolate en la mañana fría, me di cuenta: ahhhhh, "Como Agua Para Chocolate"!  No leí el libro de Laura Esquivel ni vi la película de Alfonso Arau, así que tardé en hacer la asociación, pero ahí comprendí que para los mexicanos debe ser mucho más usual tomarlo con agua que con leche.

Durante un fin de semana y entre las visitas al Tule, Mitla, Monte Albán y Hierve El Agua, me las arreglé para reducir los pendientes de mi lista. Estaba de suerte; mi llegada a Oaxaca también había coincidido con el Festival de los 7 Moles. Así que probé mole de ollamole rojomole negromole coloradito… Pero un poquito de cada uno ¿Por qué? Porque no sólo también tenía que probar la sopa de chayote sino que en el lugar donde paré tenían mi comida mexicana favorita: pozole.
Sopa de chayote
PozoleEsta especie de sopa prehispánica hecha a base de granos de maíz (que no estaba en la lista) lleva carne de pollo o de cerdo como ingrediente secundario, según la región en la que se esté. Yo siempre lo comí con pollo y, aunque en cada lugar es distinto, siempre es igual de rico.

Café de ollaRematé el festín para mis papilas gustativas con el famoso café de olla, que me sorprendió porque, a pesar de su color oscuro, no es fuerte y siempre llega a la mesa con el nivel justo de dulzura ¿Cómo hacen? Pero lo más sorprendente es el viaje en el tiempo que propone cada taza. Resulta fácil retrotraerse a fines del 1800 con los recipientes de cerámica rústica en las cuales se sirve siempre este café. Cuando acercaba el pocillo a mi boca no sé si el aroma, el humo o qué me hacían imaginar, inmediatamente, una cocina a leña, un vestido con miriñaque, unos sartenes de cobre colgando del techo, y ese café, servido por alguna criada. Suena ridículo que en pleno siglo 21, con un smartphone en la mesa, pudiera abstraerme así. Pero juro que el café de olla lo logró, cada vez.

Agua de chilacayota
Luego de la caminata el calor de la tarde se hacía sentir. Y, a decir verdad, el mezcal probado también. ¡Sí, porque mi lista también incluía mezcal! En las fábricas de este destilado oaxaqueño te dicen “Para todo mal, mezcal. Para todo bien, también. Y si no hay remedio, litro y medio" y, con esa excusa, te hacen probar más de la cuenta. Así que paré a descansar un poco y me fijé si mi lista tenia algo que pudiera acompañar ese momento. Por supuesto que sí. Me acerqué a un puesto callejero y me pedí un agua de chilacayota. Su sabor me recordó al de una compota, de manzana o de ciruela. Era refrescante pero no me encantó. Las que estaban felices eran las múltiples avispas que había, así que decidí cederles mi bebida para que la disfruten y dejen de aterrorizarme.

Tlayuda con tasajoSe me iba terminando el fin de semana y mi lista seguía torturándome. Así que me fui al Restaurant Hostería de Alcalá para la última cena, que dediqué a otro plato muy típico, de esos de los que no podés de dejar de probar porque si no es como si no hubieras estado ahí: tlayuda con tasajo. Se trata de una tortilla mexicana que viene con tasajo (un corte de carne de res) y tomate, lechuga, queso, palta, etc. Estaba buenísima, pero me había pasado el fin de semana comiendo. Así que con todo el dolor del alma dejé gran parte en el plato y me fui. Al día siguiente me iba a dedicar a buscar el alebrije perfecto y la Catrina más linda, para lo que necesitaba estar descansada y liviana.

Con la pesadez de media lista recorrida me dirigí nuevamente al Centro Histórico, para verlo de día.
CatrinaBarro Negro de OaxacaAhí comprobé que Oaxaca no es sólo una exuberancia de sabores, sino que también es una explosión color. El barro negro de las artesanías contrasta con los escandalosos colores de las Catrinas (esas señoras bien ataviadas pero ¡muertas! que son tan características) y los alebrijes, una de las expresiones artísticas más exquisitas de todo el país. Los alebrijes son seres (muchas veces mezcla de varios animales, reales o mitológicos) nacidos en la imaginación o los sueños del artista. Por eso, no hay dos iguales.



Cuando el avión ya me estaba mostrando Oaxaca desde el cielo -la cantidad de estímulos a los que uno se ve expuesto no dejan tiempo para la reflexión- llegué a la conclusión de que la ciudad es un estallido para los sentidos. Olores, colores y sabores en su máxima expresión. Es el baile y es la muerte. Es el chile que pica en la lengua y el chocolate que la acaricia. Es el negro del barro y los colores estridentes. Oaxaca es, para mí, el corazón de México.

En cuanto a mi lista, voy a tener que volver para completarla...

Quién soy

Hola! Soy Verónica y mi terapeuta me recomendó que escriba un blog. No, mentira (aunque no tanto).

Acá va la descripción más cliché del planeta: soy argentina, periodista, publicista y me gusta mucho viajar. Sí, super original. En los últimos años empecé a viajar más y me dí cuenta de varias cosas:

- soy buena organizando viajes (he llegado a armas valijas en una hora, señores)
- me encanta visitar lugares extremos ¿Será porque tenemos la montaña más alta de América, la ciudad más austral del mundo, el río y la avenida más anchos del mundo..?
- soy buena haciendo recomendaciones, y además me encanta (bueno, unos amigos míos odiaron el chocolate con chile que les recomendé, no soy infalible. Igual, si te animás y tengo la info, te ayudo con lo que necesites para tu viaje)
- me gusta contar los detalles cuando vuelvo de los viajes, aquellas cosas que no se ven en las fotos.

Empecé agregando info en los epígrafes de los álbumes de Facebook. Luego contando anécdotas graciosas (y no tanto) en las reuniones con amigos. Después le sumé Notas de Facebook, porque en los epígrafes no entraba todo. Hace poco empecé a estudiar fotografía para poder mostrar mejor los lugares que conozco a aquellos que me hacen el aguante desde casa, y así...
Cuando me di cuenta, estaba haciendo un montón de cosas -que me daban placer- y sólo para contar experiencias.

Así que mi idea es compartir en este blog mis vivencias más personales, más sensoriales, más intuitivas. Todo es materia opinable, claro. Así que me encantaría que comentaras y me dijeras si lo que escribí te hizo recordar algún lugar que ya conocés, te tentó para conocerlo, o si tuviste una experiencia muy distinta.
Al comienzo es solitaria la vida del bloguero, así que copate y dejá un comentario para saber que no estoy sola.

Gracias por leer hasta acá! En el menú principal tenés cómo encontrarme en varias redes sociales :)

Vero